– Escuchad todos, gentes de bien, mi lay y veréis que la venganza sólo puede ser tan fría como el hielo que escarcha los campos en invierno.
El bardo toma su lira y sus ágiles dedos entretejen una bella y triste melodía.
– Así cuentan las viejas leyendas de las altas tierras del norte, donde el bosque se extiende hasta las montañas, que en tiempos antiguos aconteció lo que ahora os voy a contar – Entona con suave y dulce voz y la sala enmudece cuando comienza la historia.
«Alta la luna brilla en el cielo, luna de plata azul, fría y distante asiste indiferente, cual mudo testigo, a la sangrienta masacre que se perpetra bajo su luz resplandeciente. Oscuro y asfixiante humo asciende hacia el cielo, lentamente barrido por un ligero viento. El fuego arde con voracidad desatada y rápidamente se extiende de una a otra casa. Ya no se oyen los gritos desesperados de la gente, todos yacen muertos o moribundos a lo largo de las calles en llamas; regueros de roja sangre se escurren por el suelo.
Sólo un niño de corta edad, quizás seis años, observa en acongojado silencio el horrible paisaje de pesadilla que se extiende ante él; yace oculto bajo el cuerpo sin vida de su padre, quién en un último esfuerzo agónico trató de salvar la vida del pequeño. La tibia sangre empapa su espalda y el peso oprime su frágil pecho, pero no se atreve a moverse y mira fijamente a aquellos que han acabado con la vida de toda la aldea y entre los sangrientos soldados al hombre de rojos cabellos; él mismo que traspasó con su espada de brillos carmesíes el cuerpo de su padre, él mismo que violó a su madre ante sus inocentes ojos. Y siente por primera vez arder la ira en su interior, una cólera que nace en lo más profundo de su corazón y se extiende hasta colmar su, hasta ahora, espíritu inocente.
– Como segar un campo de trigo – dice el pelirrojo y sus carcajadas atronan hirientes los oídos del niño.
Ya no puede soportarlo más, la sangre bulle en sus venas y un velo rojo cubre sus grandes y hermosos ojos grises. Con gran esfuerzo sale de debajo del cadáver de su padre y, cogiendo un cuchillo a unos palmos de su mano, se levanta. Un ciego odio guía su propósito y sus pasos.
Los soldados de negras capas aun no le han visto y un espíritu vengador parece poseerle; rápido como un gato salta sobre el pelirrojo y antes de que éste pueda quitárselo de encima, abre un terrible tajo en su cara. Pero finalmente una enorme mano le coge de los cabellos y con fuerza atroz lo tira contra el suelo embarrado de sangre, se golpea la cabeza con violencia y cae inconsciente o muerto, poco importa ya.
– ¡Maldita rata! – ruge el pelirrojo, mientras con una mano trata de tapar la herida que atraviesa su cara desde la frente hasta la mejilla derecha – ¡Vámonos! – grita a sus hombres, mientras monta en su enorme caballo de guerra, y abandonan la aldea a las llamas y los carroñeros.
Todo es oscuridad, no hay nada más. No quiere despertar a la pesadilla que sabe encontrará al abrir los ojos. Algo húmedo y suave roza su mejilla, dirige allí su mano y siente el frío atravesar su piel. Curioso, abandona el olvido en el que se había refugiado y se enfrenta a la carnicería que le rodea. Mira en torno, ha comenzado a nevar, quizás un par de centímetros cubren ya el suelo y los cadáveres desperdigados por la tierra. Las primeras luces del amanecer iluminan un cielo de pálidas nubes. El fuego ha dejado de arder.
Se levanta, la cabeza le duele terriblemente y se palpa con cuidado el profundo corte sobre su ceja izquierda; la zona dolorida está pegajosa, pero no sangra ya. Las lágrimas le escuecen en los ojos al ver a su familia muerta y su hogar destruido y siente arder de nuevo la ira en su interior. Con firme determinación, sin escuchar al miedo, coge el cuchillo ensangrentado y echa a caminar en la misma dirección por la que los soldados se fueron, en su mente y corazón sólo un pensamiento: vengar la muerte de los suyos, su pena y su dolor.
El día avanza, sigue nevando y sus cortos pasos de niño le han llevado al interior del bosque, el frío intenso hace temblar todo su cuerpo, pues ni la más fina capa cubre sus hombros, sus ropas están hechas jirones en varios sitios y sus húmedas botas no calientan sus pies helados. Las fuerzas comienzan a abandonarle y sólo el ímpetu de su vengativo deseo le mantiene en pie.
El bosque invernal observa el tenaz esfuerzo del pequeño. Cada paso es una agonía, pero él sigue adelante, siempre adelante, aunque la nieve se agarre con fuerza a sus tobillos. Sin embargo, todo cuerpo tiene un límite; el niño tropieza, cae y ya no tiene fuerza para volver a levantarse, tan sólo para girarse y mirar la nieve caer sobre él. No quiere morir, no sin antes vengar a sus padres, pero no puede ponerse en pie, siente como sus últimas fuerzas le abandonan y el frío adormece su cuerpo; el invierno reclama una nueva vida. Su mano se crispa sobre el cuchillo; no es justo, piensa antes de quedar inconsciente.
La nieve va cubriendo su cuerpo cual blanco sudario, su corazón late débil y todavía en lo más profundo de su mente centellea el deseo de venganza; un deseo que clama en sus venas y hace vibrar la conciencia del bosque. Un enorme lobo blanco se acerca al niño y lanza un profundo aullido, que resuena entre los árboles, parece que pidiera piedad por aquél que yace a sus píes. Y en algún lugar de leyenda olvidado su ruego es escuchado y los Señores del Frío Invierno se apiadan por fin del pequeño moribundo y con susurros helados le llaman por su nombre.
– Riven, Riven, Riven…
Y en su gélida inconsciencia el niño contesta.
– ¿Ya estoy muerto?
– Todavía no. ¿Quieres vivir, Riven?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Para vengar la muerte de mis padres.
– ¿Esa es la única razón?
– Sí.
– Vivirás, Riven, serás un ser del frío y el invierno y a cambio velarás por las criaturas de este bosque. Tu corazón será de hielo y por tus venas correrá fría sangre, pues así son los seres cuyo único deseo es la venganza. ¿Aceptarás una vida así? No volverás a sentir el calor del amor ni cualquier otro sentimiento humano.
– Acepto.
– Sea.
Y así es que un viejo ermitaño del bosque encuentra el cuerpo medio enterrado del niño, se acerca, sin temer al enorme lobo blanco, que lo observa en silencio con sus ojos ambarinos, y coge en brazos el pequeño cuerpo. Se sorprende al sentir el débil latido del corazón bajo la palma de su mano y al ver sus cabellos, pues de castaños han pasado a ser blancos como la nieve, con hebras azuladas en la sienes.
El ermitaño lo lleva a su choza en lo profundo de la floresta, siempre seguido del lobo blanco. Allí cura sus heridas, pero no es capaz de calentarle el cuerpo, que está frío como la nieve.
Una mañana, el pequeño despierta, sus ojos de plata fría miran confundidos a su alrededor, hasta dar con el ermitaño, que le explica dónde se encuentra y por qué. El pequeño asiente y retira las mantas, que nunca más le harán falta, le cuenta al ermitaño todo lo ocurrido, pues no ha olvidado ni su propósito ni que goza de una nueva vida.
– Los Señores del Frío Invierno han sido bondadosos, pero quizás llegue el día en que te arrepientas de tu elección.
– Tal vez, tal vez no – contesta con una voz y un gesto que se han vuelto duros y fríos como el hielo.
Riven se quedó a vivir con el ermitaño, que le alimentó y vistió. Durante el largo invierno, Riven estaba mucho tiempo ausente, recorriendo el bosque en compañía del gran lobo blanco, descubriendo los poderes de su nueva condición y ni el frío más intenso hacía mella en él, que vestía ropa ligera: una túnica sin mangas y un pantalón blancos y unas botas de caña baja. Pero cuando la primavera y el verano llegaban, se escondía en la choza del ermitaño o en alguna cueva de las montañas cercanas, pues sentía que el calor ahogaba su espíritu. Y jamás olvidó su venganza, preparando su cuerpo y su mente para el día en que su camino se cruzara con el del hombre pelirrojo.
Llega así otro invierno al bosque, el duodécimo desde que Riven corre veloz entre los árboles y la nieve, cumpliendo el cometido encomendado por los Señores del Frío Invierno. Y hace ya varios años que son pocos los cazadores que se atreven a internarse en la floresta invernal; corren rumores y extrañas historias sobre un joven de cabellos de nieve que persigue y ataca a los cazadores que osan poner un pie en las umbrías naves del bosque. Los lugareños le han bautizado como «Corazón de hielo», pues los que han logrado sobrevivir a su encuentro, dicen que a sus ojos de plata cristalizada jamás asoma las más mínima piedad.
El día amanece despejado, límpido cielo azur sobre los desnudos árboles y los frondosos y fragantes pinos. Riven sale de la choza del ermitaño, que murió unos años atrás, preparado para pasar varios días recorriendo el bosque, el lobo blanco va con él, a veces piensa que el animal ha de ser inmortal. Juntos echan a correr sobre la nieve, pronto lo que le rodea no es más que un informe borrón oscuro y blanco, su paso no afloja ni siquiera cuando la vegetación crece más junta y prieta.
Hoy sigue un rastro reciente, gotas de sangre fresca tiñen la blancura pura de la nieve y las huellas indican el paso torpe de un ciervo herido. Riven acelera hasta ver un claro frente a él, entonces comienza a frenar, sus movimientos se vuelven leves y sigilosos, ni el más sutil sonido produce al aproximarse. Prepara su arco de tejo y de su mano surge una flecha de liviano y mortal hielo, la encaja en el arco y se acerca al límite del claro. Oye voces de hombres y la de una joven mujer. El lobo le sigue de cerca, igual de silencioso.
A penas unos pasos le separan del claro, cuando a sus oídos llega una fuerte risa; sus ojos se abren por la sorpresa y el odio, jamás ha olvidado esas carcajadas, que durante años han resonado en sus más negros sueños y recuerdos. Una sonrisa sesgada se dibuja en sus finos labios, siente que la hora de la venganza está cerca.
Oculto entre las sombras, se asoma al claro entre los árboles, el arco dispuesto. Y allí ve, entre seis hombres de negras capas, a uno alto y pelirrojo, una oscura cicatriz cruza su cara desde la frente a la mejilla derecha. Los años no han sido severos con él y parece conservar la fuerza y la destreza de su juventud. Junto a sus hombres y una muchacha de cabellos cobrizos se jacta, lanza en mano, de haber dado muerte al macho ciervo.
La fría sangre de Riven bulle en sus venas, la ira de años de espera recorre su cuerpo, el odio brilla en sus ojos helados. Sube el arco, la flecha apunta al corazón del asesino de sus padres. Mas en el último momento, la muchacha se cruza en la trayectoria del tiro fatal y Riven maldice entre dientes, bajando el arma, pero el destino le guarda una sorpresa.
– Sois un gran cazador, padre – dice la muchacha, abrazando al pelirrojo.
– Jajaja, sí, pequeña. La cabeza de éste adornará la gran chimenea del castillo.
Una cruel idea asoma a la mente de Riven y cambia su objetivo, no matará al pelirrojo hoy, le hará sufrir, tanto como él había sufrido tras perder su inocencia. El joven vuelve a tensar el arco y suelta la flecha, que veloz e imparable se clava profundamente en la pierna de la muchacha, quién cae al suelo gritando de dolor.
Los hombres desenvainan sus espadas alerta y el pelirrojo se arrodilla junto a su hija, el rostro lívido.
– Urde ve a buscar los caballos, ¡rápido! – ordena.
Pero Riven ya está preparado y hace estallar sobre el claro una enceguecedora ventisca. Los dardos de nieve helada laceran los rostros de los hombres, que intentan protegerse con sus capas.
– ¡Es «Corazón de hielo»! – grita uno de ellos por encima del rugido del viento.
– Habéis mancillado el suelo del bosque con la sangre de un inocente ciervo – dice Riven con su cortante y gélida voz, mientras camina hacia el claro. Sus níveos cabellos ondean como blanco estandarte y la ventisca parece no rozarlo – Me llevaré a la mujer a cambio de la vida que habéis arrebatado por mera diversión.
– ¡Nooo! – grita el pelirrojo, que con gran esfuerzo se planta ante el cuerpo de su hija y apresta su espada. En vano trata de resguardar sus ojos de los hirientes dardos de hielo.
Pero Riven no se detiene y con una mano roza la hoja de su enemigo, ésta se hiela, como si de agua fuera, ante los ojos sorprendidos del hombre, que la arroja al suelo antes que el hielo alcance sus manos.
– Os lo suplico, dejad a mi hija, no volveremos a entrar en el bosque – ruega el pelirrojo, su rostro ya no parece tan fiero.
– ¿Cómo perdonasteis vos la vida de todos los que habéis matado? – una fría sonrisa remata su pregunta – Mostraré vuestra misma piedad.
Y ante la atónita y confusa mirada del pelirrojo, toca sus piernas, que inmoviliza en el acto con su glacial tacto. Se agacha y coge en sus brazos a la ya desmayada muchacha.
– Por favor…
– Sufrid como yo sufrí – dice perdiéndose entre los árboles del bosque.
– ¡Nooo! ¡Os mataré, maldita rata! ¡Os juro que os arrancaré el corazón de hielo!
– Ya lo hicisteis una vez.
Riven abandona el claro y la ventisca se vuelve más violenta, atrapando a los hombres y apagando sus voces. Lleva a la muchacha a una de las cuevas al pie de las montañas. Tarda dos días en llegar allí y ella sigue inconsciente. La tiende en el suelo, enciende un fuego y con cuidado extrae la fría saeta y restaña la profunda herida. Horas más tarde ella despierta, el miedo y el desconcierto brillan en sus verdes ojos.
– ¿Dónde estoy? ¿Quién sois? – pregunta en un hilo de voz a la pálida figura que tiene ante ella.
– Lo primero no importa. Soy un ser del frío y el invierno.
– ¿Por qué… por qué me habéis traído aquí?
– Para cumplir mi venganza.
– ¡Pero yo no os he hecho nada! Ni siquiera os conozco – dice con voz angustiada.
Riven sonríe glacial y acaricia la sedosa cabeza del lobo.
– ¿Cómo te llamas? – le pregunta.
– Da… Darie, hija del Conde Gorlain de Cavendor.
– Ah, así que ese es su nombre, Gorlain… Un nombre demasiado noble para alguien tan sucio e indigno como él.
– ¿Qué decís? Mi padre es un gran hombre, muy respetado por el rey. Es un hombre de honor.
– Tu padre es un perro, Darie, y estás aquí pare hacerle sufrir. Sí, ganó su honor matando aldeanos indefensos y violando a sus mujeres delante de sus hijos. Pagará con dolor y sangre todo el mal que ha hecho.
– ¡Mentís!
– Yo no miento jamás.
Su fría y segura voz calla a la muchacha, que esconde su cara entre las rodillas dobladas, su cuerpo tiembla por el llanto, pero a Riven hace tiempo que las lágrimas no le conmueven.
Los días se van uno tras otro, Riven abandona la cueva de vez en cuando, para dejar rastros falsos de la muchacha; un trozo de tela desgarrada, un mechón de cabello… Controla a los hombres que la buscan, con el conde Gorlain a la cabeza, y se recrea en el sufrimiento desesperado de éste cada vez que encuentran algo de su hija. Y Riven les confunde y demora con violentas tormentas de nieve, logrando que algunos hombres abandonen, pero Gorlain no se rinde y a gritos llama una y otra vez a su hija, mientras el gélido viento le trae ahogados lamentos creados por Riven. El joven paladea su venganza y sabe que en algún lugar sus padres le observan sonrientes.
De vuelta en la cueva, encuentra a Darie acurrucada junto al fuego, hace días que dejó de llorar e insultarlo. El lobo hace guardia frente a ella.
– ¿Cuándo acabará todo esto? ¿Cuándo me vas a matar? – le pregunta con voz apagada.
– Cuando tu padre haya sufrido lo suficiente y decida darle muerte. No es tu vida la que deseo arrebatar.
– ¿A caso no conoces el perdón? Lo que les ocurrió a tus padres sucedió hace muchos años, durante una guerra, son… son cosas que pasan. Mi padre era otro hombre.
La cólera relampaguea en la plata de sus ojos y Darie tiembla ante su ira.
– Eso no es excusa, mis padres no eran soldados, no empuñaban armas y para los perros rabiosos como tu padre y sus hombres no fueron más que un divertimento entre batalla y batalla. No hay perdón para monstruos como ellos.
– ¿Y no haces tu lo mismo?
– Yo sólo me llevo su vida para hacer justicia.
– Pero le matarás delante de mi – su voz cargada de amargo dolor.
– Podrás vengar su muerte después, si lo deseas, pues mi razón de vivir habrá terminado.
– Eso es muy triste… – suspira.
– Hace años que no soy feliz – no transciende ningún sentimiento, pues sólo uno mueve su fría vida.
La primavera se acerca, Riven lo siente en su cuerpo y sabe que ha de terminar con todo aquello, antes que los caldeados días apaguen sus fuerzas y adormezcan su espíritu.
Una mañana deja a Darie atada semidesnuda y amordazada en la cueva y vuelve al bosque a buscar a Gorlain, quién demacrado y envejecido, como si hubieran pasado diez años, es el único que todavía sigue buscando a su hija. Le encuentra no muy lejos y le llama con voz clara, una voz que atrae al frío y hace que el hombre se arrebuje en su capa.
– ¡Conde de Cavendor! ¿Queréis ver lo que queda de vuestra hija? Seguidme – Y sin esperar respuesta, echa a correr hacia la cueva, sabe que el pelirrojo Gorlain le sigue como enloquecido.
Una vez en la cueva se esconde entre las sombras del fondo, el fuego ilumina el cuerpo de Darie. El lobo, sobre un saliente cercano, parece observar la escena como un espectador.
Gorlain entra en la cueva como una tromba, sus ojos se abren sorprendidos y fieros ante la visión de su hija, cae de rodillas y un profundo sollozo hace temblar su pecho.
– Hija mía, ¿qué te ha hecho ese demonio?
– Su honor ha sido mancillado, Gorlain de Cavendor, y en su vientre crece el fruto del invierno – dice Riven mordaz e hiriente.
Darie trata de negar las falsas palabras de su captor, pero la prieta moradaza se lo impide. Mira a su padre impotente.
– ¡Rata, sal a la luz donde te vea, para degollar tu cuello! ¡¿Cómo te has atrevido a tocar ni tan siquiera uno sólo de sus cabellos?!
El dolor y la rabia son patentes en el rostro marcado de Gorlain.
– Sólo hago justicia – dice Riven – ¿O habéis olvidado que vos mismo fuisteis un violador y asesino desalmado? ¿Es que los fantasmas de quiénes habéis matado no se os aparecen en sueños? Yo veo vuestra cara cortada noche tras noche.
El pelirrojo está confundido, pero ya hace ademán de acercarse a su hija, mas Riven sale a la mortecina luz de la hoguera, en su mano brilla una espada de cristal de hielo azul, su mirada es sombría.
– ¿Recordáis ya, Gorlain de Cavendor, al niño que os hizo esa cicatriz?
El hombre se detiene y se lleva la mano a la cara, acariciando la vieja herida, parece turbado y en sus ojos Riven atisba el miedo al espíritu de la venganza.
– Sí, soy yo, aquél al que le arrebatasteis todo, para solo dejarle una vida desgraciada. Ahora morirás sabiéndote deshonrado.
Riven levanta la espada y se lanza contra Gorlain, quién a su vez desenvaina. Las hojas se encuentran con resonante entrechocar, mas ni una mella se hace en la espada helada. Una y otra vez hielo y metal bruñido se encuentran; los ataques de Riven son demoledores, impulsados por la fuerza del dolor y la rabia contenidos durante años, y les acompaña un frío glacial, que poco a poco va paralizando a su enemigo, hasta el punto de que Gorlain sólo puede detener débilmente las mortales estocadas. Ruido de metal al quebrarse resuena en las paredes de la cueva, Gorlain queda a merced de Riven. El pelirrojo cae de rodillas una vez más y suplica desesperado por su vida.
– Conocerás tu propia piedad y cuando mi hijo nazca, derramaré la sangre de tu hija – le espeta Riven, que vuelve a sentir arder la sangre en sus venas, una sensación largos años perdida.
Enarbola su espada, Gorlain cierra los ojos para no ver llegar la muerte, tras él Riven cree ver a sus padres que le sonríen, él les devuelve el gesto y traspasa con su hoja el pecho y la espalda de Gorlain. Darie suelta un gritó ahogado por la mordaza, su cuerpo tiembla incontrolable y las lágrimas ruedan por sus mejillas. Riven retira la espada chorreante de sangre y el cuerpo sin vida de Gorlain cae sobre el suelo de piedra.
Riven tira la espada, que se rompe en mil pedazos, y con esfuerzo, pues siente que un calor abrumador invade su cuerpo, dejándole sin fuerzas, corta las ataduras de Darie, que lo empuja a un lado y corre hacia el caído.
– No, no, no, no… padre, padre, ¡padre! – grita y vuelve su cuerpo para estrecharlo entre sus brazos, no hay paz en el rostro de Gorlain.
Riven se tumba en el suelo, se siente muy cansado, mira al lobo, que parece preguntarle con sus ambarino ojos si ya está.
– Sí, todo ha terminado ya – levanta una mano y la observa – La sangre fluye otra vez caliente por mis venas… Aaaah – un cálido y último aliento se escapa entre sus labios y sus ojos de plata velada se cierran para no volver abrirse.
El lobo aúlla solemnemente y el viento, que se ha levantado de repente, parece traer unas frías palabras.
– ‘Descansa Riven, ser del frío y el invierno, muera ahora como hombre mortal, tu venganza y único deseo están cumplidos.'»
Las cristalinas notas van muriendo en la lira y el bardo termina su triste canción, dos lágrimas brillan en su franco rostro. La sala está sumida en el silencio, el bardo toma su jarra y la alza.
– A la salud de Riven; honremos a aquellos que vengan la muerte de sus padres con justo castigo.
– ¡A su salud! – rugen las voces en la posada y la puerta se abre con brusquedad, empujada por el frío viento invernal, el bardo sonríe y apura su jarra.